Ese fue el tuit que me desenmascaró (al menos para aquellos que todavía no me conocían) como un ser despreciable: el futbolista portugués sufrió en esa entrada un fuerte esguince de rodilla y estuvo dos meses de baja. Así que aquí me tienen: soy el imbécil que se alegró de una lesión de Cristiano Ronaldo.
Y no lo digo sólo yo, lo dicen miles de personas. Desde que lo escribí, el pasado 10 de julio, lo han leído 145.000 tuiteros y 1.120 se han tomado la molestia de responderme. Unos quieren quedar para comentar la jugada: «Dime dónde y hora, que te voy a hacer yo lo mismo... pero luego no me llores ni digas que es falta. #Tonto». Otros me desean lo mejor para mi futuro: «A ver si te atropellan y con suerte quedas paralítico cerebral hijo de puta». Alguno se preocupa por mi trabajo: «Ojalá un ERE y que sigas teniendo brazos y cabeza para escribir en una cloaca, perro». Y los más amables se acuerdan de mi hija de dos años, que salía conmigo en mi foto de perfil: «La niña pasa en rojo, un camión francés le pasa encima, cuando la levantes piernas colgando, seguro que dirás mala suerte¡¡¡». Gracias, amigos.
Lo curioso es que jamás me alegré de la lesión de Cristiano. Era la final de la Eurocopa y, tras ser atendido en la banda, el portugués regresó al campo. El partido siguió y los comentaristas de TV se olvidaron del juego para hablar sin parar de la entrada. Ahí, con Cristiano aparentemente recuperado, tuiteé. Era una crítica a la retransmisión, pero... Un minuto después, se fue al suelo entre lágrimas y no pudo seguir. De inmediato supe que iba a ser una mala noche para mí también.
Cuando comenzó la avalancha de insultos, intenté explicar en varios tuits que el comentario de la vergüenza era anterior, que no estaba riéndome del caído, pero fue inútil y sólo sirvió para alimentar al troll. Un error de principiante, porque hay tres cosas que no tienen cabida en Twitter: el contexto, la ironía y la buena ortografía.
Estaba decidido. Soy el imbécil que se alegró de una lesión de Cristiano Ronaldo.
«La culpa es de Twitter». Es una excusa que sirve para todos hoy en día: periodistas, políticos, famosos... Pero, ¿es eso cierto? ¿De verdad las redes sociales nos han hecho más agresivos, mentirosos, envidiosos y desagradables? ¿O, sencillamente, casos tan lamentables como el de Bimba Bosé nos muestran una realidad que siempre ha estado ahí, pero que ni veíamos ni queríamos ver desde nuestros acogedores círculos cerrados?
«Twitter no transforma a las personas, al contrario: nos muestra su rostro real. Las redes son el mejor instrumento que tenemos para ver a la gente tal y como es, sin la cobardía del cara a cara. Funciona como un espejo fiel de la realidad», afirma Silvia Barrera, inspectora de Policía especializada en cibercrimen y autora del libro Claves de investigación en redes sociales. «Pero, cuidado, las redes han normalizado la agresividad, la han convertido en algo que vemos a diario y no le damos importancia, y eso sí es un problema porque a menudo las víctimas no se dan cuenta de cuándo un troll es algo más que un troll, cuándo es un peligro».
Hablemos de trolles, pues. Aunque en su origen el término trollear se refería al gancho utilizado por los ladrones online para pescar víctimas, se ha popularizado para definir el comportamiento de ciertos usuarios de redes sociales que pretenden desvirtuar la conversación y generar una reacción en su interlocutor virtual mediante insultos, mentiras y provocaciones varias. Como las cucarachas, sólo se gustan entre ellos, pero hay millones y seguramente nos sobrevivan al resto. Todos los usuarios de redes tenemos nuestro troll de cabecera. Yo tengo a Fel_blan.
Fel_blan es un tipo con una vida normal. Es abogado, madridista y neoliberal. Sabe escribir correctamente, tiene gracia y considera que casi todo lo que haga un barbudo de principios sospechosos como yo merece un comentario. Negativo y/o ofensivo, por supuesto. Fel_blan también es líder de manada, pues ha logrado con su ingenio un disciplinado ejército de seguidores: un tuit suyo te garantiza una tarde animada.
«El troll tiene una percepción muy fuerte de su virtualidad. Considera que Twitter no es el mundo real, que es un juego y que todo vale. Insultan sin representar físicamente al otro, obviando así el daño que le pueden causar, y por eso no quieren poner cara a sus víctimas», explica Fernando Miró, catedrático de Derecho Penal y Criminología y director del centro Crímina.
Pero el anonimato y la ausencia de castigo, aunque significativos, no son las principales motivaciones del troll. Diversos estudios señalan al narcisismo (junto a la psicopatía) como el rasgo de personalidad más frecuente en este tipo de individuos y, por tanto, la cuestión que se plantean antes de actuar es: ¿qué pensarán los demás de mí si escribo esto? ¿Me hará más popular?. Y cuando miran a su alrededor llegan a una conclusión: pueden ser agresivos porque en redes todo el mundo lo es.
Incluso el hombre más poderoso del mundo. Sí, señores, Donald Trump es un troll orgulloso de serlo. Un hombre capaz de hacer público el teléfono de un rival en las primarias o de tuitear cualquier barbaridad contra medios de comunicación, programas de TV o contrincantes. Su uso de las redes sociales durante la campaña fue una de esas sangrientas películas gore en las que no quieres mirar y te tapas la cara con las manos, pero es imposible no abrir un poco los dedos y observar de reojo porque hay algo magnético. Una clase magistral de cómo hacer llegar tu mensaje a su destino... si te da exactamente igual que sea cierto o no.
En EEUU, el fenómeno troll ha tenido un claro posicionamiento político, al ser las redes la plataforma principal de la llamada Alt-right, movimiento reaccionario, machista y antiinmigración que ha resultado clave en el ascenso del nuevo presidente. «Se ha producido una degradación del debate social y político que ha tenido como consecuencia el aumento de la tensión y la agresividad. Trump lo vio claro. 200 millones de personas tienen Facebook en EEUU y casi un 50% dijo que sólo se informaba de política a través de esta red. Era un medio perfecto para él: transmitía su mensaje en cápsulas sin verificación ni contexto. La paradoja es que aumentando la calidad tecnológica de las redes se ha empobrecido la dinámica de pluralidad, contraste e inteligencia colectiva», analiza Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de comunicación política.
En España no resulta tan sencillo encasillar al troll medio. Sí existe el componente sexista (lo veremos luego), pero no el ideológico: en cualquier debate la agresividad llega por los dos lados. «El troll en España no es político sino envidioso. Como me molesta que tú seas conocido y yo no soy nadie, mi manera de sentirme alguien es insultándote», afirma Daniel Lacalle, economista, rostro televisivo e hiperactivo en Twitter desde 2009, la prehistoria de la plataforma.
«¡Insultarían hasta a Gandhi!», bromea Andrea Levy, vicesecretaria del PP y tuitera militante, que lo mismo te pone un eslogan que una canción. «Me tomo Twitter con desenfado, como una herramienta estupenda para conocer a un montón de gente que se dedica a otras cosas y para permitir que me conozca más aquel al que le interese, pero ha acabado por banalizarse el insulto. Me dicen cosas que jamás escucho por la calle. En Twitter no hay límites y el ruido lo puede todo, así que al final vas limitando tu interacción a grupos concretos. Bueno, al menos se desahogan y evitaremos algún infarto».
Twitter es la red más afectada por el odio virtual. Está valorada en unos 15.000 millones y es una de las pocas plataformas que aún no ha sido adquirida por un gigante. Y lo ha intentado, pero... El año pasado, cuando la venta parecía un hecho, Disney y Salesforce.com retiraron sus pujas. En ambos casos, el fenómeno troll fue una de las causas fundamentales de la decisión. En 2015, el entonces CEO de la compañía, Dick Costolo, reconoció el problema y que la respuesta de la compañía había sido fallida: «Apestamos a la hora de tratar con el abuso y los trolls. No es ningún secreto. Perdemos usuario tras usuario por no afrontar sencillos problemas de trolleo a los que nos enfrentamos cada día».
Desde entonces, Twitter recuperó a su fundador Jack Dorsey como máximo ejecutivo y ha reforzado sus mecanismos de defensa, haciendo más fácil denunciar las cuentas que el usuario considere inadecuadas y creando 45 equipos en 45 idiomas diferentes para analizar cada tuit y detectar los problemáticos. Pero es poner puertas al campo: cada 48 horas se escriben en el mundo 1.000 millones de tuits.
«Twitter es una gran herramienta para aprender, debatir y compartir, pero también puede ser un espejo que refleje una imagen de la sociedad que no nos agrada, pero una imagen que existe. No obstante, cuando la comunicación se convierte en abusiva todo ese gran potencial se pierde y evitarlo es nuestra misión prioritaria. Continuaremos aumentando el número de herramientas disponibles [bloquear, silenciar...] para que los usuarios controlen su experiencia y se sientan a salvo», responde Sinead McSweeney, vicepresidenta de Public Policy de Twitter, cuando preguntamos a la compañía su postura.
El problema es que bloquear al agresivo sólo es cerrar los ojos. No ves sus tuits, no ves la violencia... pero ésta sigue ahí y a veces se convierte en algo mucho más serio.
La inspectora Barrera no esconde su frustración al hablar de la relación entre la Policía y las compañías: «Twitter y Facebook podrían hacer mucho más. A menudo no facilitan los perfiles que solicitamos porque consideran que un tuit concreto no va contra su política. No entienden que el problema nunca es un tuit aislado sino una actitud continuada, que el insulto no es lo peor, que es más peligroso y significativo que den tu dirección o tu teléfono. Ejercen de juez sin serlo».
El modus operandi suele repetirse. Primero, mensajes de adulación y halagos intentando llamar la atención. Muchos. Demasiados. Si la respuesta no les parece suficiente, se pasa a la queja: «No me haces caso, no soy suficientemente bueno para ti». Cuando eso tampoco funciona, llegan el insulto y la amenaza.
Barrera confirma que la violencia en redes, de mayor o menor gravedad, es «eminentemente masculina y de origen sexual». Algo que no sorprende a Siscar («Es puro machismo, una necesidad de dominio que sólo sienten algunos hombres»), Levy («Sospecho que, como mujer, me llegan tuits con proposiciones sexuales que no les llegan a los políticos hombres; es el perfil del maltratador 2.0») o al criminólogo Miró («Todos los estudios muestran que el troll es hombre en un porcentaje superior al de su participación en redes, igual que en cualquier comportamiento antisocial»).
«Al ver que ese tipo de comportamientos son constantes, le quitamos importancia. No te imaginas denunciando porque te digan cosas desagradables en Twitter, te sientes estúpida por asustarte», explica Siscar. Un tema que preocupa a la inspectora: «Hay mucha gente en redes sociales que ni siquiera es consciente de que está siendo acosada. No hay conciencia de que estamos ante un problema muy serio. El porcentaje de casos que se denuncia es bajísimo».
Una y otra vez, volvemos al mismo punto: la normalización de la violencia, el Twitter es así. ¿Hay solución?
«Se está produciendo una vuelta de tuerca a nivel social, muchos chavales que se han cansado de esto, de la interacción por redes sociales y lo que supone. Cada vez más deciden no entrar en ese mundo y ahora, en vez de como bichos raros, se les mira con admiración. Creo que tendemos hacia eso», dice Enric Puig, doctor en Filosofía y autor del libro La gran adicción sobre... bueno, ya se lo habrán imaginado.
Un optimismo que no comparte Daniel Lacalle: «Twitter es la democratización del matonismo. Hemos pasado del debate inteligente que tuvimos, por ejemplo, durante el 15-M, al comentario palurdo. Más de la mitad de las respuestas son eructos mentales. El insulto por el insulto. A mí el mismo tuitero me ha llamado 'Fascista nieto de ministro' y 'Rojo hijo de comunista'. Esa jauría de mermados va a acabar con Twitter. Pensábamos que era el patio del recreo que habíamos soñado y al final sólo es el patio del recreo que siempre tuvimos, con sus matones y sus palmeros».
Todo eso es cierto, pero ¿los tuiteros con un número elevado de seguidores somos víctimas o cómplices de este fenómeno? Hay una norma no escrita en Twitter por la que si retuiteas los elogios que te llegan eres un pringado, un ególatra, un mendigo pidiendo aplausos. Sin embargo, compartir los insultos, aunque sean muchos menos que los piropos, está bien visto como un signo de sentido del humor y autocrítica. ¿Y los medios de comunicación? Quejándonos constantemente del estado de la profesión para luego correr a convertir en noticia cualquier tuit con potencial para atraer visitas.
«Tenemos el altavoz y se lo damos a los agresivos», comenta Antonio Maestre, tuitero combativo, periodista de La Marea y habitual en tertulias de TV. «Y hay medios como OK Diario o Periodista Digital que viven de fomentar y buscar esa violencia, de lanzar a sus enemigos a las fieras. En realidad sobrevaloramos la violencia de Twitter por una cuestión de ego. Periodistas, políticos... Antes no te podían decir que lo que haces es una mierda y ahora sí. El insulto es lo que menos duele a quienes se quejan de las redes, lo que hiere a las estrellas es que les demuestren que se han equivocado, que han hecho mal su trabajo. Los beneficios de esa fiscalización y democratización superan con creces todo el odio que existe, que es cierto que existe. Twitter es una traslación de lo que somos, ni más ni menos».
No logramos hablar de política sin pelearnos. Ni de fútbol. Ni siquiera de Eurovisión. En Twitter todos somos el más afectado por la muerte y el más emocionado por el premio. El más sarcástico cuando das y el más ofendido cuando recibes. Todos sabemos que el maleducado es el otro. El objetivo no es conversar, es ganar. Y sin embargo, asoma un diagnóstico que nos une...
No es Twitter, somos nosotros. Todos nosotros. Incluso Fel_blan.
Y no lo digo sólo yo, lo dicen miles de personas. Desde que lo escribí, el pasado 10 de julio, lo han leído 145.000 tuiteros y 1.120 se han tomado la molestia de responderme. Unos quieren quedar para comentar la jugada: «Dime dónde y hora, que te voy a hacer yo lo mismo... pero luego no me llores ni digas que es falta. #Tonto». Otros me desean lo mejor para mi futuro: «A ver si te atropellan y con suerte quedas paralítico cerebral hijo de puta». Alguno se preocupa por mi trabajo: «Ojalá un ERE y que sigas teniendo brazos y cabeza para escribir en una cloaca, perro». Y los más amables se acuerdan de mi hija de dos años, que salía conmigo en mi foto de perfil: «La niña pasa en rojo, un camión francés le pasa encima, cuando la levantes piernas colgando, seguro que dirás mala suerte¡¡¡». Gracias, amigos.
Lo curioso es que jamás me alegré de la lesión de Cristiano. Era la final de la Eurocopa y, tras ser atendido en la banda, el portugués regresó al campo. El partido siguió y los comentaristas de TV se olvidaron del juego para hablar sin parar de la entrada. Ahí, con Cristiano aparentemente recuperado, tuiteé. Era una crítica a la retransmisión, pero... Un minuto después, se fue al suelo entre lágrimas y no pudo seguir. De inmediato supe que iba a ser una mala noche para mí también.
Cuando comenzó la avalancha de insultos, intenté explicar en varios tuits que el comentario de la vergüenza era anterior, que no estaba riéndome del caído, pero fue inútil y sólo sirvió para alimentar al troll. Un error de principiante, porque hay tres cosas que no tienen cabida en Twitter: el contexto, la ironía y la buena ortografía.
Estaba decidido. Soy el imbécil que se alegró de una lesión de Cristiano Ronaldo.
¿Me siento especial? No. ¿Mi tuit, incluso en su contexto adecuado, podía resultar molesto? Sin duda. ¿Soy una víctima injustamente perseguida? En absoluto. Así son las redes sociales en 2017 y todos los que participamos conocemos las normas. Pensábamos que iba a ser La casa de la pradera y se han convertido en Los juegos del hambre: todos contra todos y que gane el más violento. No exagero (demasiado): el 38% de los tuits son escritos con la intención de molestar, insultar o amenazar al alguien, según un estudio de la Universidad de Texas. Otra investigación, ésta en la Universidad de Beihang (Pekín), señala la emoción más común y que más rápido se propaga en Twitter: la ira.
«La culpa es de Twitter». Es una excusa que sirve para todos hoy en día: periodistas, políticos, famosos... Pero, ¿es eso cierto? ¿De verdad las redes sociales nos han hecho más agresivos, mentirosos, envidiosos y desagradables? ¿O, sencillamente, casos tan lamentables como el de Bimba Bosé nos muestran una realidad que siempre ha estado ahí, pero que ni veíamos ni queríamos ver desde nuestros acogedores círculos cerrados?
«Twitter no transforma a las personas, al contrario: nos muestra su rostro real. Las redes son el mejor instrumento que tenemos para ver a la gente tal y como es, sin la cobardía del cara a cara. Funciona como un espejo fiel de la realidad», afirma Silvia Barrera, inspectora de Policía especializada en cibercrimen y autora del libro Claves de investigación en redes sociales. «Pero, cuidado, las redes han normalizado la agresividad, la han convertido en algo que vemos a diario y no le damos importancia, y eso sí es un problema porque a menudo las víctimas no se dan cuenta de cuándo un troll es algo más que un troll, cuándo es un peligro».
Hablemos de trolles, pues. Aunque en su origen el término trollear se refería al gancho utilizado por los ladrones online para pescar víctimas, se ha popularizado para definir el comportamiento de ciertos usuarios de redes sociales que pretenden desvirtuar la conversación y generar una reacción en su interlocutor virtual mediante insultos, mentiras y provocaciones varias. Como las cucarachas, sólo se gustan entre ellos, pero hay millones y seguramente nos sobrevivan al resto. Todos los usuarios de redes tenemos nuestro troll de cabecera. Yo tengo a Fel_blan.
Fel_blan es un tipo con una vida normal. Es abogado, madridista y neoliberal. Sabe escribir correctamente, tiene gracia y considera que casi todo lo que haga un barbudo de principios sospechosos como yo merece un comentario. Negativo y/o ofensivo, por supuesto. Fel_blan también es líder de manada, pues ha logrado con su ingenio un disciplinado ejército de seguidores: un tuit suyo te garantiza una tarde animada.
Me parecía interesante para este reportaje quedar con él: ponerle cara, que me explicara de dónde saca horas y ganas para dedicar tanto tiempo a meterse con la gente, qué satisfacción le genera... Pero olvidé un detalle clave: como buen troll, Fel_blan sólo es valiente a distancia y se negó a quedar, alegando que no quería robarme protagonismo cuando me dieran el Pulitzer. Una cobra en toda regla.
«El troll tiene una percepción muy fuerte de su virtualidad. Considera que Twitter no es el mundo real, que es un juego y que todo vale. Insultan sin representar físicamente al otro, obviando así el daño que le pueden causar, y por eso no quieren poner cara a sus víctimas», explica Fernando Miró, catedrático de Derecho Penal y Criminología y director del centro Crímina.
Pero el anonimato y la ausencia de castigo, aunque significativos, no son las principales motivaciones del troll. Diversos estudios señalan al narcisismo (junto a la psicopatía) como el rasgo de personalidad más frecuente en este tipo de individuos y, por tanto, la cuestión que se plantean antes de actuar es: ¿qué pensarán los demás de mí si escribo esto? ¿Me hará más popular?. Y cuando miran a su alrededor llegan a una conclusión: pueden ser agresivos porque en redes todo el mundo lo es.
Incluso el hombre más poderoso del mundo. Sí, señores, Donald Trump es un troll orgulloso de serlo. Un hombre capaz de hacer público el teléfono de un rival en las primarias o de tuitear cualquier barbaridad contra medios de comunicación, programas de TV o contrincantes. Su uso de las redes sociales durante la campaña fue una de esas sangrientas películas gore en las que no quieres mirar y te tapas la cara con las manos, pero es imposible no abrir un poco los dedos y observar de reojo porque hay algo magnético. Una clase magistral de cómo hacer llegar tu mensaje a su destino... si te da exactamente igual que sea cierto o no.
En EEUU, el fenómeno troll ha tenido un claro posicionamiento político, al ser las redes la plataforma principal de la llamada Alt-right, movimiento reaccionario, machista y antiinmigración que ha resultado clave en el ascenso del nuevo presidente. «Se ha producido una degradación del debate social y político que ha tenido como consecuencia el aumento de la tensión y la agresividad. Trump lo vio claro. 200 millones de personas tienen Facebook en EEUU y casi un 50% dijo que sólo se informaba de política a través de esta red. Era un medio perfecto para él: transmitía su mensaje en cápsulas sin verificación ni contexto. La paradoja es que aumentando la calidad tecnológica de las redes se ha empobrecido la dinámica de pluralidad, contraste e inteligencia colectiva», analiza Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de comunicación política.
En España no resulta tan sencillo encasillar al troll medio. Sí existe el componente sexista (lo veremos luego), pero no el ideológico: en cualquier debate la agresividad llega por los dos lados. «El troll en España no es político sino envidioso. Como me molesta que tú seas conocido y yo no soy nadie, mi manera de sentirme alguien es insultándote», afirma Daniel Lacalle, economista, rostro televisivo e hiperactivo en Twitter desde 2009, la prehistoria de la plataforma.
«¡Insultarían hasta a Gandhi!», bromea Andrea Levy, vicesecretaria del PP y tuitera militante, que lo mismo te pone un eslogan que una canción. «Me tomo Twitter con desenfado, como una herramienta estupenda para conocer a un montón de gente que se dedica a otras cosas y para permitir que me conozca más aquel al que le interese, pero ha acabado por banalizarse el insulto. Me dicen cosas que jamás escucho por la calle. En Twitter no hay límites y el ruido lo puede todo, así que al final vas limitando tu interacción a grupos concretos. Bueno, al menos se desahogan y evitaremos algún infarto».
Se equivoca Levy: la Universidad de Pennsylvania asegura que los tuits iracundos son un indicador de infartos más fiable que la obesidad, el tabaco y la hipertensión.
Twitter es la red más afectada por el odio virtual. Está valorada en unos 15.000 millones y es una de las pocas plataformas que aún no ha sido adquirida por un gigante. Y lo ha intentado, pero... El año pasado, cuando la venta parecía un hecho, Disney y Salesforce.com retiraron sus pujas. En ambos casos, el fenómeno troll fue una de las causas fundamentales de la decisión. En 2015, el entonces CEO de la compañía, Dick Costolo, reconoció el problema y que la respuesta de la compañía había sido fallida: «Apestamos a la hora de tratar con el abuso y los trolls. No es ningún secreto. Perdemos usuario tras usuario por no afrontar sencillos problemas de trolleo a los que nos enfrentamos cada día».
Desde entonces, Twitter recuperó a su fundador Jack Dorsey como máximo ejecutivo y ha reforzado sus mecanismos de defensa, haciendo más fácil denunciar las cuentas que el usuario considere inadecuadas y creando 45 equipos en 45 idiomas diferentes para analizar cada tuit y detectar los problemáticos. Pero es poner puertas al campo: cada 48 horas se escriben en el mundo 1.000 millones de tuits.
«Twitter es una gran herramienta para aprender, debatir y compartir, pero también puede ser un espejo que refleje una imagen de la sociedad que no nos agrada, pero una imagen que existe. No obstante, cuando la comunicación se convierte en abusiva todo ese gran potencial se pierde y evitarlo es nuestra misión prioritaria. Continuaremos aumentando el número de herramientas disponibles [bloquear, silenciar...] para que los usuarios controlen su experiencia y se sientan a salvo», responde Sinead McSweeney, vicepresidenta de Public Policy de Twitter, cuando preguntamos a la compañía su postura.
El problema es que bloquear al agresivo sólo es cerrar los ojos. No ves sus tuits, no ves la violencia... pero ésta sigue ahí y a veces se convierte en algo mucho más serio.
«Vivo sabiendo que no va a terminar nunca, que estoy atrapada en Twitter junto a mi acosador». Lara Siscar, presentadora de informativos de TVE, soportó cuatro años de acoso a través de redes sociales antes de que la Policía detuviera a dos hombres en 2015. La cosa se solventó con una simple falta y uno de ellos sigue con su obsesión. Crea cuentas constantemente, ataca desde ellas y las borra de inmediato. A veces no duran ni cuatro horas, así que cuando Twitter recibe la denuncia, el perfil ha desaparecido y ahí muere el asunto. El acosador ha advertido a la periodista de que si deja la red social, usurpará su identidad y le hará todo el daño posible a su imagen. Por eso sigue ahí Siscar, cada vez menos activa, pero recibiendo amenazas día tras día.
La inspectora Barrera no esconde su frustración al hablar de la relación entre la Policía y las compañías: «Twitter y Facebook podrían hacer mucho más. A menudo no facilitan los perfiles que solicitamos porque consideran que un tuit concreto no va contra su política. No entienden que el problema nunca es un tuit aislado sino una actitud continuada, que el insulto no es lo peor, que es más peligroso y significativo que den tu dirección o tu teléfono. Ejercen de juez sin serlo».
El modus operandi suele repetirse. Primero, mensajes de adulación y halagos intentando llamar la atención. Muchos. Demasiados. Si la respuesta no les parece suficiente, se pasa a la queja: «No me haces caso, no soy suficientemente bueno para ti». Cuando eso tampoco funciona, llegan el insulto y la amenaza.
Barrera confirma que la violencia en redes, de mayor o menor gravedad, es «eminentemente masculina y de origen sexual». Algo que no sorprende a Siscar («Es puro machismo, una necesidad de dominio que sólo sienten algunos hombres»), Levy («Sospecho que, como mujer, me llegan tuits con proposiciones sexuales que no les llegan a los políticos hombres; es el perfil del maltratador 2.0») o al criminólogo Miró («Todos los estudios muestran que el troll es hombre en un porcentaje superior al de su participación en redes, igual que en cualquier comportamiento antisocial»).
«Al ver que ese tipo de comportamientos son constantes, le quitamos importancia. No te imaginas denunciando porque te digan cosas desagradables en Twitter, te sientes estúpida por asustarte», explica Siscar. Un tema que preocupa a la inspectora: «Hay mucha gente en redes sociales que ni siquiera es consciente de que está siendo acosada. No hay conciencia de que estamos ante un problema muy serio. El porcentaje de casos que se denuncia es bajísimo».
Llegados a este punto, resulta evidente que quejarse de Fel_blan me convierte en el tipo que se planta en Urgencias por una rozadura en el pie.
Una y otra vez, volvemos al mismo punto: la normalización de la violencia, el Twitter es así. ¿Hay solución?
«Se está produciendo una vuelta de tuerca a nivel social, muchos chavales que se han cansado de esto, de la interacción por redes sociales y lo que supone. Cada vez más deciden no entrar en ese mundo y ahora, en vez de como bichos raros, se les mira con admiración. Creo que tendemos hacia eso», dice Enric Puig, doctor en Filosofía y autor del libro La gran adicción sobre... bueno, ya se lo habrán imaginado.
Un optimismo que no comparte Daniel Lacalle: «Twitter es la democratización del matonismo. Hemos pasado del debate inteligente que tuvimos, por ejemplo, durante el 15-M, al comentario palurdo. Más de la mitad de las respuestas son eructos mentales. El insulto por el insulto. A mí el mismo tuitero me ha llamado 'Fascista nieto de ministro' y 'Rojo hijo de comunista'. Esa jauría de mermados va a acabar con Twitter. Pensábamos que era el patio del recreo que habíamos soñado y al final sólo es el patio del recreo que siempre tuvimos, con sus matones y sus palmeros».
Todo eso es cierto, pero ¿los tuiteros con un número elevado de seguidores somos víctimas o cómplices de este fenómeno? Hay una norma no escrita en Twitter por la que si retuiteas los elogios que te llegan eres un pringado, un ególatra, un mendigo pidiendo aplausos. Sin embargo, compartir los insultos, aunque sean muchos menos que los piropos, está bien visto como un signo de sentido del humor y autocrítica. ¿Y los medios de comunicación? Quejándonos constantemente del estado de la profesión para luego correr a convertir en noticia cualquier tuit con potencial para atraer visitas.
«Tenemos el altavoz y se lo damos a los agresivos», comenta Antonio Maestre, tuitero combativo, periodista de La Marea y habitual en tertulias de TV. «Y hay medios como OK Diario o Periodista Digital que viven de fomentar y buscar esa violencia, de lanzar a sus enemigos a las fieras. En realidad sobrevaloramos la violencia de Twitter por una cuestión de ego. Periodistas, políticos... Antes no te podían decir que lo que haces es una mierda y ahora sí. El insulto es lo que menos duele a quienes se quejan de las redes, lo que hiere a las estrellas es que les demuestren que se han equivocado, que han hecho mal su trabajo. Los beneficios de esa fiscalización y democratización superan con creces todo el odio que existe, que es cierto que existe. Twitter es una traslación de lo que somos, ni más ni menos».
No logramos hablar de política sin pelearnos. Ni de fútbol. Ni siquiera de Eurovisión. En Twitter todos somos el más afectado por la muerte y el más emocionado por el premio. El más sarcástico cuando das y el más ofendido cuando recibes. Todos sabemos que el maleducado es el otro. El objetivo no es conversar, es ganar. Y sin embargo, asoma un diagnóstico que nos une...
No es Twitter, somos nosotros. Todos nosotros. Incluso Fel_blan.
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